Suele compararse el paisaje de Lanzarote con el inhóspito suelo lunar, pero se olvida que la isla goza de la blancura de sus poblaciones que iluminan las extensiones de ese manto pardo de la lava. Además, la aridez de las erupciones queda ribeteada por el azul esmeralda del Atlántico, que refresca playas como las de Puerto del Carmen, Playa Blanca, playas del Papagayo, entre otras, y acantilados como el de Famara, un balcón para presenciar la isla de La Graciosa y el archipiélago Chinijo.
Cuando uno alcanza la isla de La Graciosa, tras navegar media hora desde Órzola, al norte de Lanzarote, hasta el puerto de La Graciosa, se encuentra pisando la arena de la Caleta de Sebo, pero también comprueba, con sorpresa que la arena inunda las calles y se recuesta en las puertas y aceras del pueblo.
Caminas hundiéndote y el tiempo se detiene, las prisas desaparecen y el silencio reina en esta isla hechizada por la serenidad. Apetece descalzarse y sentir la arena. Sin asfalto, el tiempo pierde sentido en este paradisíaco rincón del Atlántico.
Su extensión abarca 27 kilómetros cuadrados y ofrece la gama de colores africanos del Sáhara y de los volcanes canarios: ocres, amarillos, turquesas y pardos aturden la mirada del visitante. El mar moja las mejillas doradas de la playa de La Francesa, que suspira bajo la Montaña Amarilla. El aliento de este volcán, y de otros como la Montaña Bermeja, ahora no quema, pero derramó por sus laderas su llanto de genistas (el amarillo de Serrat en su Mediterráneo). Llegar desde la Caleta de Sebo hasta la playa de la Francesa supone una caminata de media hora, mientras, desde arriba, al otro lado del mar nos espía el disimulado vigilante Mirador del Río, hábilmente camuflado por una visera acristalada, en los riscos de Famara. Antiguos piratas buscaban refugio entre Famara y La Graciosa.
La Graciosa fue declarada parque natural en 1984 y reserva de la biosfera en 1992. Es un paraje silencioso que debemos preservar. Por tierra, mar y aire nos sorprenderán sus protegidas especies: bisbitas camineros, currucas tomilleras, águilas pescadoras, gorgonias rojas, amarillas, salmonetes, cangrejos y un sinfín de seres vivos.
Sus otros familiares Chinijos son los islotes de Montaña Clara, Alegranza, Roque del Este (donde está prohibida cualquier tipo de pesca de especies vivas en un anillo de una milla) y Roque de Oeste.
Lanzarote con sus más de 100 volcanes es el segundo lugar del mundo, tras Hawai, con mayor densidad de volcanes por kilómetro cuadrado.
Timanfaya, que escupió fuego y lava hace trescientos años (heredero de la remota erupción de hace 4.000 años, del volcán Monte Corona), que emerge oscuro y rojizo, si perdiese su terrestre gravedad, sería un apéndice lunar que se deja acariciar los pies por caravanas de dromedarios. Esta isla fue bautizada por los romanos como Purpuraria, por su abundante liquen orchilla, del que que se extraen colorantes. Posteriormente, a finales del siglo XIII, marinos genoveses, mallorquines, portugueses y castellanos contactaron con los guanches canarios. El nombre de Lanzarote se debe al italiano Lancelotto Malocello. Este navegante, alrededor de 1320, desembarcó en la isla. Pero fue en 1402, cuando un noble normando, Jean de Bethencourt, la conquistó y ofreció vasallaje al Rey Enrique III de Castilla.
Lanzarote es pura geología, los líquenes emergen de la lava. Aunque el vegetal más significativo es la tabaiba dulce, arbusto de hasta 2 metros de altura. También, el medicinal aloe vera se abre paso para revitalizar Arrieta y su museo.
Pero, si algo emerge con fuerza y talento vital de estas cenizas en pleno Atlántico, es César Manrique. Su impulso para conservar la isla lo mostró en su afán para convencer a sus paisanos, yendo puerta por puerta, para respetar el medio ambiente y mostrar un aspecto armónico en las poblaciones: los colores blancos, azules, negros y ocres, marcarían el rostro de Lanzarote, sin olvidar los verdes que se filtran por las grietas de lava (Haría, se conoce como el Valle de las diez mil palmeras).
Creador de los Jameos del Agua, del Mirador del Río, Jardín de Cactus, e inspirador del paisaje de la isla como parte de su obra pictórica y escultórica (expuso en Nueva York, junto Joan Miró, entre otros). Cerca de los Jameos, encontramos otra visita obligada, La Cueva de los Verdes. La porosidad de la cueva brinda una acústica única para conciertos, recuerda la sonoridad de una catedral gótica. Joan Manuel Serrat o Alfredo Kraus, entre otros, han cantado en este escenario, con capacidad para 200 personas. Aquí se han rodado escenas de películas como Viaje al centro de la tierra y 20.000 leguas de viaje submarino.
Entre los mejores restaurantes de la isla, en Puerto del Carmen, están La Cascada y Puerto Bahía. Una recomendación para abrir boca; ensalada de papaya con salmón ahumado y salsa de yogur, trufas de morcilla dulce con tomate confitado o el bomboncito de fuagrás de pato.
El magnetismo de Lanzarote atrapa y enamora. El Nobel de Literatura José Saramago, nunca imaginó un lugar mejor para vivir y morir (falleció en la isla, en 2010). Podemos visitar su casa museo en Tías, Puerto del Carmen).
El visitante, el turista, sucumbe ante las playas de esta isla salida de las entrañas de la tierra. En el este, las playas de Puerto del Carmen (Playa Grande) y el Sur las de Playa Blanca y las del Papagayo (el coste es un peaje de tres euros por vehículo, en mitad de un camino polvoriento y pedregoso de unos siete kilómetros), brindan todo lo que puedas soñar. Sin olvidar las de Teguise (El Jarrillo) o las norteñas y rocosas de Órzola.
Cuando estás alejándote, cuando despegas del aeropuerto de Arrecife, ya estás pensando en volver a Lanzarote.